Relato erótico de fetiche auditivo. Todos los personajes son mayores de edad.
Al principio pensó que era una broma.
La primera llamada llegó a las 2:43 a.m. Una voz masculina, grave y suave como terciopelo, le susurró:
—“Si supieras lo bien que te escuchas cuando duermes…”
Colgó de inmediato. No tenía sentido. No había dado su número a nadie nuevo, ni había dejado ventanas abiertas en sus redes. Pero la voz… esa voz se le quedó marcada en la piel como un roce invisible.
La segunda noche no respondió. Dejó que el teléfono sonara, mientras sentía el pulso acelerado y la curiosidad punzante. La tercera noche sí contestó.
—¿Quién eres?
—“Alguien que quiere contarte lo que haría si estuviera ahí… justo ahora, en el borde de tu cama.”
Su cuerpo reaccionó antes que su mente. El timbre bajo de su voz, ese ritmo pausado y la respiración controlada le erizaban la nuca. En lugar de colgar, cerró los ojos. Escuchó. Imaginó. Y por primera vez en mucho tiempo… se tocó guiada solo por un sonido.
Lo que comenzó como un impulso, se volvió rutina. Noches enteras susurrándose deseos, confesiones, gemidos. Él describía lo que haría con su lengua, con sus dedos, cómo la haría rogar. Ella, en voz baja, le respondía con lo que estaba haciendo:
—“Estoy desnuda… solo con las luces de la ciudad tocándome la espalda. ¿Quieres que lo haga más lento?”
Su voz temblaba, pero el deseo no. Se acostumbró a esperarlo. A necesitar esa frecuencia de voz como si fuera droga. A veces hablaban del día, del clima, del café. Pero siempre, siempre, terminaban jadeando entre líneas.
Un martes cualquiera, mientras hojeaba un libro en su cafetería favorita, escuchó esa misma voz. Esa voz. En la fila, pidiendo un americano con canela. Volteó y se encontró con unos ojos oscuros y una sonrisa familiar, como si ya se hubieran amado.
—¿Eres tú? —preguntó ella, conteniendo el temblor.
—“Siempre fui yo. Solo faltabas tú.”
Él se sentó con ella sin pedir permiso. No necesitaban más juegos. No quedaban máscaras. Sus dedos rozaron los de ella mientras hablaban en voz baja, como si cada palabra fuera un eco del deseo acumulado.
Esa noche no hubo llamada. No hizo falta.
La habitación se llenó de sonidos reales.
Susurros calientes. Gemidos compartidos.
Y el murmullo grave de una voz que ya no era anónima, susurrándole al oído:
“Ahora sí puedo hacerte todo… pero sin colgar.”