“La militar y el castigo del novato” (DISFRACES)

Comparte en tus redes sociales

¡Cobertura! ¡Pega el cuerpo al terreno, civil! —gritó la mujer de rostro firme, uniforme camuflado perfectamente ajustado y botas que pisaban con autoridad.

El grupo de empleados, enviados por su empresa a una jornada de “fortalecimiento de equipo”, se dispersó por el campo de entrenamiento. La mayoría obedecía. Excepto uno.

—¿Y tú? —le espetó la instructora, acercándose con el gesto tenso de quien ha visto demasiadas veces el mismo error—. ¿Crees que esto es un juego?

El hombre, de unos treinta años, sonrió con arrogancia. Tenía manchas de pintura en el torso y sostenía el marcador de paintball con la misma disciplina con la que serviría un café.

—No pensé que fuera tan en serio —dijo.

—Oh, pero yo siempre me tomo el control muy en serio.

Su voz era un látigo. Sus movimientos, una orden. Su mirada… puro desafío. Llevaba el cabello recogido con firmeza bajo una boina oscura. El uniforme de sargento realzaba sus curvas sin perder una pizca de autoridad. Y sus ojos brillaban con una mezcla peligrosa de furia y diversión.

Todos se retiran a las duchas. Él se queda conmigo, —anunció por radio.

Veinte minutos después, el sol caía sobre el campamento vacío. Solo quedaban ellos dos, en un rincón aislado entre los árboles, con una cabaña militar vieja como centro de mando.

—¿Me vas a arrestar, sargento? —preguntó él con media sonrisa.

—No. Voy a enseñarte disciplina como nunca la has recibido.

Lo empujó contra la pared interior de la cabaña, firme y decidida. Su cuerpo se pegó al suyo con fuerza. La dureza del cinturón táctico y los guantes de combate contrastaban con el calor de sus muslos al montarlo. Él no se resistió. Al contrario… jadeó con gusto.

Primera regla del combate: nunca subestimes a tu instructora.

Con una sola mano, desabrochó su cinturón. Con la otra, le sujetó las muñecas por encima de la cabeza, usando una cuerda de entrenamiento. Rápida. Eficiente. Dominante.

Segunda regla: el soldado se rinde ante su superior… cuando ella se lo ordena.

Bajó su pantalón con movimientos calculados, y con la misma disciplina militar, se sentó sobre él, guiándolo dentro de su cuerpo con un gemido ahogado que reprimió mordiendo su cuello.

Él jadeaba, inmóvil por las ataduras, mientras ella cabalgaba con ritmo de entrenamiento rudo, con respiración agitada, con gruñidos suaves como órdenes susurradas al oído.

¿Te gusta romper reglas, recluta? Pues prepárate para cumplir las mías… todas… una por una.

Cada movimiento era una sentencia. Cada espasmo, una rendición. Ella marcaba el ritmo, lo llevaba al límite, se aseguraba de que él sintiera que el poder no estaba en él, sino en ella… en su cuerpo… en su voluntad.

Finalmente, lo liberó… solo para dejarlo de rodillas, y exigirle “reparaciones tácticas” con la boca. Él obedeció, encantado de lamer, besar y complacer a esa mujer vestida como fantasía y comando a la vez.

Tercera regla: el castigo no acaba hasta que yo diga.

Y esa noche, no lo dijo jamás.

Dejar un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Scroll al inicio