Habían pasado más de diez años desde su boda.
La casa ya no olía a mudanza, ni a pintura nueva, ni a ansiedad.
Olía a costumbre, a café de siempre, a rutina cuidadosamente construida.
Pero esa noche —una noche de aniversario más— ella apareció con una sonrisa diferente y un frasco de miel en la mano.
—Cierra los ojos —dijo.
Él obedeció.
Y entonces un hilo cálido y lento recorrió su pecho. La miel se deslizó desde la clavícula hasta el ombligo, dejando una estela pegajosa y brillante.
Ella rió. No con burla, sino con ternura.
—Te ves delicioso.
Él no respondió de inmediato, pero abrió el congelador, sacó una cucharada de helado de vainilla ya medio derretido… y se la dejó caer suavemente en su espalda desnuda.
El contraste de temperaturas arrancó un jadeo.
No hicieron nada más esa noche. Solo rieron, se limpiaron con cuidado, y se fueron a dormir tocándose los dedos por debajo de las sábanas.
Pero al mes siguiente, repitieron el experimento.
Esta vez fue chocolate líquido.
Y luego salsa de caramelo.
Y luego fresas trituradas que mancharon las sábanas blancas, pero hicieron que el deseo se sintiera nuevo.
Sin decirlo, cada cena de aniversario cambió de significado.
Ya no era la comida.
Era el juego. La provocación lenta. El ritual íntimo que nadie más debía entender.
En la cuarta cena así, ella llegó con un impermeable rojo brillante sobre su ropa interior.
—¿Para qué eso? —preguntó él, sorprendido.
—Para que no se manche el vestido… pero sí todo lo demás. —Y dejó caer sobre él una taza entera de salsa de frutos rojos.
Él se levantó. Le quitó el impermeable.
Y con una cucharita pequeña, trazó caminos con leche condensada sobre su abdomen.
No hablaban durante esos juegos.
El único sonido era el de líquidos cayendo, respiraciones aceleradas y risas suaves, como si fueran adolescentes con un secreto.
Pero la conexión era más fuerte que nunca.
Un día, después de una “lluvia” improvisada de chocolate derretido que empapó su pecho, él la miró y dijo:
—Creo que nunca me habías mirado así.
Ella sonrió, deslizando sus dedos por su piel manchada.
—Es que nunca habíamos jugado así a rendirnos.