El humo olía a miedo. Y a oportunidad.
Camila bajaba por las escaleras del edificio cuando el pánico la detuvo en seco: una puerta metálica cerrada a la fuerza, las llamas subiendo desde el piso inferior y su aliento cada vez más corto. Tosía, desesperada, pegada a la pared, sin saber si gritar o correr hacia el otro extremo. Entonces lo escuchó.
—¡¿Hay alguien ahí?!
Una linterna. Una voz grave. Un casco brillante entre el caos.
—¡Aquí! —respondió, con la voz temblorosa y los ojos irritados.
Él apareció entre el humo como si fuera parte de un sueño. Un bombero alto, fornido, con el uniforme grueso pegado a su cuerpo por el sudor y el calor del fuego. Su rostro no se veía del todo bajo la máscara, pero sus ojos oscuros eran intensos como brasas.
—Tranquila. Te tengo.
La tomó entre sus brazos y la cubrió con su chaqueta ignífuga. Camila sintió el peso de su cuerpo fuerte, la seguridad de su pecho contra el suyo, el latido firme de alguien que está acostumbrado al peligro. En minutos estaban fuera del edificio, y el resto fue un torbellino: ambulancias, vecinos, luces parpadeando.
Pero lo último que ella vio antes de subir a su departamento fue a él… volviéndose a mirarla.
Horas después, cuando el humo ya se había disipado y el cuerpo de Camila seguía vibrando, alguien tocó su puerta.
Era él. Ya sin casco, sin máscara. Con el uniforme aún puesto, pero con el cierre del chaquetón abierto, revelando una camiseta blanca empapada de sudor.
—Vine a asegurarme de que estés bien —dijo.
—Pasa —respondió ella sin pensar—. Estoy bien… creo. Pero no quiero estar sola.
Entró. Se quitó los guantes y dejó su radio sobre la mesa. Camila le ofreció agua, pero él se acercó sin tomarla. La miró de cerca, como si quisiera asegurarse de que estaba viva de verdad. Ella se mordió el labio.
—¿Siempre visitas a los que salvas?
—Solo si me dejan sin aire.
Se besaron. El primer contacto fue torpe, como el instinto que se suelta después del miedo. Pero pronto se volvió hambre. Camila se aferró a su cuello, y él la alzó sin esfuerzo, como si fuera parte de un rescate más íntimo.
La llevó hasta la cocina, sentándola sobre la barra mientras recorría su espalda por debajo de la blusa. Su boca ardía, y sus manos también. El uniforme olía a humo, a metal… y a deseo contenido.
—Me quemé contigo —susurró ella.
—No sabes lo que estás diciendo. Esto va a arder más que cualquier incendio.
La blusa cayó al suelo. Después, el sujetador. El contraste de su piel cálida contra el frío de la encimera provocó un estremecimiento. Él bajó hasta su cuello, besándola con lentitud, con ese ritmo de quien sabe que la adrenalina no debe detenerse de golpe, sino transformarse.
Camila le abrió el cinturón del uniforme, liberando lo que su cuerpo pedía a gritos. El bombero la sujetó de las caderas, y sin más palabras la tomó allí mismo, con movimientos profundos, acompasados, como si cada embestida apagara un incendio nuevo en su interior.
Ella gemía, con el cuerpo curvado hacia él, arqueándose como si quisiera fundirse con su salvador.
—No pares… por favor.
—No hasta que dejes de temblar.
Y no lo hizo. Siguió hasta que sus cuerpos se agotaron, hasta que sus respiraciones se sincronizaron como dos alarmas encendidas en la madrugada.
Cuando terminó, la cargó una vez más. Esta vez, hacia la cama.
—¿Estás segura de que no necesitas supervisión médica? —bromeó, tocándole el vientre con suavidad.
—Solo si tú eres el paramédico.
Él sonrió y se quitó por fin la chaqueta del uniforme, revelando cada músculo oculto bajo la tela pesada. Camila lo miró con admiración y deseo renovado.
—Código Rojo… —dijo ella entre risas—. Y yo aquí, sin extinguidor.
—No te preocupes. Me quedaré toda la noche. Por prevención.