No hay ecos en el vacío. No hay risas. No hay palabras. Solo los sistemas zumbando en bajo y las luces pálidas que bañan los pasillos estériles de la base orbital LIRA-7.
El protocolo es claro: cero decibelios fuera del núcleo central. Una fluctuación sonora podría provocar despresurización parcial. Por eso, quienes habitan en el Domo del Silencio se comunican solo con gestos, tableros hápticos, miradas largas que dicen más que los reportes que firman día con día.
Él es el ingeniero de mantenimiento nocturno, Marcus, alto, meticuloso, de manos más hábiles que expresivas. Ella, Lyra, es la bióloga de turno, callada por necesidad, pero con ojos tan vivos que parecía que cada célula en su cuerpo quisiera escapar de las normas.
Una noche, mientras ambos revisaban la estructura de presión del domo superior, ocurrió algo inesperado. Ella se inclinó para alcanzar un panel bajo, y su brazo quedó a milímetros del de él. Sin querer —o quizás con el más sutil de los quereres—, Marcus pasó sus dedos por la parte interna del codo de Lyra, un roce tan leve como el viento… si el viento existiera en el espacio.
Ella se estremeció.
Sus hombros temblaron con un movimiento casi indetectable, pero él lo vio. Lo sintió. Una sonrisa se asomó a sus labios, y bajó la mirada como si acabara de romper una ley física.
Alzó la vista. Lyra lo miraba. Frontal. Intensa. Sus mejillas estaban sonrojadas, pero sus manos seguían moviéndose con eficiencia. O eso parecía.
En silencio, Marcus volvió a intentarlo, esta vez en la base del cuello, justo donde el traje se abría levemente. La risa no salió, pero los ojos de ella se llenaron de chispas.
Él entendió.
Ella quería que lo hiciera otra vez.
Desde entonces, cada turno compartido fue una exploración muda. Sin palabras. Sin sonidos. Sólo piel y reflejos.
Un dedo sobre el abdomen, una caricia rápida bajo las costillas, una presión leve en la cintura. Lyra se retorcía, luchando por no soltar siquiera un suspiro.
Y él, paciente, seguía trazando caminos secretos con sus manos, descubriendo los puntos que la hacían cerrar los ojos, morderse los labios, esconder el rostro tras el cabello flotante en gravedad parcial.
La risa se volvió su código privado.
No podía escucharse, pero sí sentirse: en los espasmos contenidos, en los gestos que decían “basta” al mismo tiempo que decían “más”.
Una noche, tras sellar los registros de turno, Marcus le mostró una pizarra digital. Había escrito solo una palabra:
“¿Confiarías en mí, incluso en el silencio absoluto?”
Lyra lo miró fijo. Su respuesta fue alzar los brazos levemente y señalar su propio cuello.
Sí.
El silencio no era una barrera. Era un lenguaje.
Y ellos lo hablaban con dedos, con piel, con esa risa que se siente en los huesos aunque no pueda oírse.
Allá afuera, en el abismo negro del universo, todo es vacío.
Pero dentro del Domo, en ese rincón entre dos cuerpos que se buscan sin palabras… hay calor. Hay risa. Y hay algo que, aunque nadie lo sepa, suena mucho a amor.