“De traje y pastel: un ejecutivo, una colega y un fetiche disfrazado” (SPLOSHING)

Comparte en tus redes sociales

Era la típica fiesta de cierre de trimestre.
Globos neutros, música baja, gente fingiendo relajación con una copa en mano.
Él, como siempre, iba de traje impecable. Corbata azul marino, cabello perfectamente peinado, sonrisa educada. El tipo que nunca se manchaba, ni el alma.

Hasta que se acercó al área de postres.

—Voy a probar todos —dijo, sirviéndose una porción tras otra—. Por control de calidad.

Su compañera de área, Clara, lo miró con cejas arqueadas. Ella solía usar vestidos con estampados, uñas decoradas y esa forma de hablar como si cada palabra fuera una broma.

—¿Tú? ¿El robot de recursos financieros comiendo pastel con las manos?
No con las manos, con elegancia. —Él sonrió—. Siempre hay forma.

Pero en la tercera porción, el accidente ocurrió: una capa de betún rojo se estampó contra su solapa cuando tropezó con ella por accidente. Clara se disculpó, riendo.

—Te manché el traje. Perdón.
No te preocupes. —respondió él, bajando la vista con una lentitud inquietante—. Me gustan los colores.

Y su sonrisa… fue diferente.

Desde entonces, algo cambió.

Una semana después, en medio de una reunión, apareció con una bandeja de mini éclairs “que sobraron del desayuno ejecutivo”. Clara, que nunca decía que no al azúcar, aceptó. Uno explotó al primer mordisco. La crema cayó sobre su blusa como si alguien la hubiera puesto ahí con precisión quirúrgica.

—Ups —dijo él, conteniendo una risa.
—¿Lo hiciste a propósito?
—Jamás. ¿Cómo crees?

Pero en su escritorio había servilletas húmedas listas. Y un pañuelo nuevo de seda.

Cada semana había un nuevo juego.
Una presentación con chocolates que “derriten rápido”.
Una junta informal con frappés que goteaban sospechosamente.
Un correo misterioso que decía “Te espero en la sala de descanso con algo dulce…” y una caja de tartas abiertas sobre la mesa.

Clara fingía molestia.
Él fingía torpeza.
Ambos reían. Y los postres… se acababan antes que la tensión.

Un viernes, tras la última junta, Clara se acercó con un cupcake en la mano.
Él la miró, serio.

—¿Vas a mancharme tú ahora?
—No —respondió, mientras le untaba betún en la corbata con un dedo lento y preciso—. Voy a enseñarte a dejar de fingir.

El ascensor sonó.
Ambos salieron como si nada.

Pero en la sala de descanso, el mantel tenía migas.
Y el perfume del betún todavía flotaba.

Dejar un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Scroll al inicio