Todos los personajes de este relato son mayores de edad.
La fiesta era un caos encantador: luces de neón, música de los 2000 y decenas de personas disfrazadas. El tema era “Fantasías universales”, y ella no lo dudó: eligió la clásica de estudiante traviesa. Minifalda escocesa, blusa blanca ajustada con solo un par de botones abrochados, calcetas largas y coletas. Se miró en el espejo antes de salir y sonrió. “Solo por esta noche…”
Tenía 24 años, recién egresada de psicología, pero esa noche se permitió volver a jugar.
Él rondaba los treinta y tantos, invitado por un amigo que organizó el evento. Llevaba una bata blanca, gafas de pasta gruesa y una libreta que decía “Notas de laboratorio”. Alto, atractivo, con una sonrisa que parecía inocente… hasta que sus ojos se posaron en ella.
—¿Clase de anatomía? —preguntó, señalando su disfraz.
—¿Clase práctica o teórica? —respondió ella, sin perder el tono juguetón.
Él rio. Ella también. Y así, sin más, comenzaron a hablar. Primero sobre disfraces ridículos, luego sobre su carrera, y finalmente sobre el cuerpo humano. Él, biólogo. Ella, fan de los temas del cuerpo y la mente. Entre bromas sobre hormonas y órganos, la tensión se volvía más espesa. Más íntima.
—Aquí hace demasiado ruido para hablar de anatomía como se debe —dijo él, bajando la voz.
—¿Tienes un lugar más tranquilo?
Él la llevó a una habitación del segundo piso, lejos de la música. Una biblioteca improvisada, con libros apilados y un esqueleto de plástico en una esquina.
—Bienvenida a mi aula improvisada —murmuró, encendiendo una lámpara cálida.
Ella caminó hasta una mesa y se sentó, cruzando las piernas con lentitud. El movimiento hizo que su falda se levantara apenas lo suficiente para provocarlo.
—Entonces, profesor… ¿qué parte del cuerpo humano veremos hoy?
Él se acercó con calma. Abrió un libro de anatomía sobre la mesa y pasó la yema de sus dedos por una ilustración.
—Empecemos por el cuello… una zona altamente sensible al tacto. Tiene terminaciones nerviosas que pueden… responder con un solo roce adecuado.
Mientras hablaba, se acercó por detrás y le apartó el cabello. Rozó su cuello con sus labios, luego con la lengua. Ella cerró los ojos y dejó escapar un suspiro, entregada al juego.
—¿Y qué más, profesor?
—Luego tenemos la clavícula. Muchas veces ignorada… pero tan expuesta y provocativa con esa blusa.
Desabrochó uno de los botones con lentitud. Luego otro. Su mano descansó sobre el esternón, tibia, segura.
Ella se volvió hacia él y lo besó. Primero suave, luego con hambre contenida. No era solo deseo. Era la emoción de encarnar una fantasía, de explorar sin juicio.
Él la levantó y la sentó sobre la mesa. Sus piernas lo rodearon con facilidad. La blusa ya no cubría nada. Su sujetador negro parecía pedir ser retirado. Él lo hizo. Con la misma precisión con la que se estudia un mapa anatómico.
—¿Sabías que los pezones tienen una estructura similar a los receptores táctiles de los labios?
Ella rió, sin aliento.
—Sigo esperando mi lección privada, profesor…
—Entonces te mostraré la pelvis.
Sus labios descendieron. Su lengua trazó rutas lentas por su abdomen. Ella arqueó la espalda y lo guió con las manos, con la urgencia de una alumna impaciente.
La habitación se llenó de jadeos, susurros y promesas a medias. El cuerpo de ella vibraba con cada explicación. El de él respondía con pasión contenida. Exploraban el cuerpo humano como nunca antes: con deseo, con juego, con entrega total.
Después, recostados entre libros abiertos y ropa regada por el suelo, ella murmuró:
—¿Tienes exámenes de recuperación?
Él sonrió, besando su hombro.
—Cada vez que quieras repasar el sistema reproductivo.
Y así, entre sonrisas cómplices y caricias tibias, la clase continuó sin necesidad de campana final.