“Servicio completo: cuando la sirvienta manda” (DISFRACES Y DOMINACIÓN FEMENINA)

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Él no esperaba eso.

Cuando abrió la puerta, la vio: medias negras con encaje, zapatos de charol brillantes, un vestido corto que apenas cubría lo justo y un delantal blanco que parecía más un adorno que una prenda útil. Una sirvienta francesa sacada de una fantasía. Pero no fue la ropa lo que lo dejó sin palabras. Fue la mirada. Firme. Directa. Con una leve sonrisa que parecía decir: “¿Vamos a jugar o solo vas a mirar?”

—¿Usted es…? —balbuceó él, intentando no sonar torpe.

La que limpiará cada rincón de este lugar. Empezando por usted. —respondió ella, cerrando la puerta tras de sí sin quitarle la vista.

Él retrocedió un paso. No por miedo, sino porque ella imponía. Había algo en su porte que desarmaba cualquier sentido de autoridad. Como si hubiera nacido para dar órdenes incluso disfrazada para obedecerlas.

—¿Dónde empieza la limpieza? —preguntó, con tono dulce, pero con una mano que ya le acomodaba el cuello del saco, como si él fuese parte del inventario.

Él señaló el salón, algo confundido, algo… intrigado.

Ella caminó delante de él, balanceando las caderas con precisión quirúrgica. Sacó un plumero de su bolso y comenzó a “sacudir” los muebles con una lentitud que no era nada funcional. Cada movimiento era un espectáculo. Se inclinaba más de la cuenta, levantaba la pierna apenas para mostrar la liga de la media. Él la observaba desde el sofá, sin decir palabra.

Hasta que ella se volvió hacia él.

—Señor, tiene polvo en el cuello… ¿me permite limpiarlo?

—Claro —contestó él, casi sin aire.

Ella se acercó, se arrodilló entre sus piernas y pasó el plumero por su cuello con movimientos lentos, sensuales. Luego el pecho. Luego las piernas. Luego, sin previo aviso, dejó el plumero a un lado y usó sus manos.

Manos cálidas, decididas, que subieron por sus muslos mientras lo miraba a los ojos.

—¿Le incomoda que sea yo quien tome las decisiones aquí?

—No… para nada —dijo él, apenas capaz de hablar.

—Bien.

Y lo besó.

Primero en el cuello. Luego subió, lento, hasta rozar la comisura de sus labios. No fue un beso casto. Fue húmedo, profundo, con intención. Él quiso tomar el control, pero ella lo empujó de nuevo al respaldo con una sonrisa torcida.

—Aún no he terminado de limpiar.

Se subió a horcajadas sobre él, el vestido subiendo poco a poco por sus muslos. Las manos de ella se deslizaban bajo la camisa, acariciando con firmeza, jugando con la frontera entre lo permitido y lo urgente. Sus caderas se movían con ritmo lento pero constante, creando una fricción que se intensificaba con cada roce.

—¿Sabe cuál es mi regla? —susurró al oído—. El cliente se relaja. La sirvienta… manda.

Lo hizo girar. Lo empujó con gracia sobre el sofá y se montó sobre su espalda, acariciándolo como quien limpia un objeto preciado. Sus dedos rozaban cada músculo, cada rincón de piel expuesta entre botones desabrochados. Jugaba con el sonido de su respiración entrecortada, el temblor en sus piernas, el leve jadeo que escapaba con cada movimiento de sus caderas.

—Estás haciendo un buen trabajo, señor. Muy obediente.

Él se dejó hacer. Y por primera vez, entendió el verdadero significado de entregarse al servicio completo.

Cuando todo terminó, ella se levantó, se alisó el vestido y, con el mismo tono firme del inicio, dijo:

—La limpieza ha concluido. Si desea otro turno… ya sabe a quién llamar.

Y se marchó dejando tras de sí un aroma a perfume caro, un sofá desordenado… y una fantasía muy bien ejecutada.

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